jueves, 12 de enero de 2012

Una de miedo... Pancho

Material necesario para la cuarta y última noche de este rotatorio kafkiano en una planta hospitalaria cualquiera: cena (tortilla francesa y un Fanta naranja), totalmente prescindible: el postre, se puede sustituir por las galletas diabéticas en paquetes de a seis sobrantes de los pacientes o por los mantecados medio caducos de la navidad que aun sobreviven, a elegir,  sabor limón o canela. Totalmente imprescindible hasta que reciba el alta hospitalaria Emilia: crucifijo, ristra de ajos, rosario, Biblia (la he sustituido por el Nuevo Testamento pre-comunión, ese,  el de siempre, el de pastas de plástico verde y crucecita dorada), la estaca y el martillo (por ética profesional, no las llevaré, bueno más bien porque se nos puede ir la pinza y liar un gran cipote).
PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII, no puede ser, no por favor, el timbre de una habitación, que no sea la de Emilia, que no sean las 03:30 h de la madrugada. Pronto, como siempre, como la primera noche de mi turno, como la segunda, la tercera y,  hoy, la cuarta, las dos negaciones se convertirían en rotundas afirmaciones: las 03:30 h y la habitación de Emilia, y para despejar cualquier atisbo de duda, su voz, la de Emilia, a través del interfono. “Qué le pasa Emilia”. Un ruido sordo como el de la radio cuando no sintonizas ninguna emisora roto por los desgarradores gritos de auxilio de Emilia: “¡¡SOCORRO, AYUDA, PANCHO QUIERE MATARMEEE!!”
Ya conocía la prescripción médica para Emilia en caso de agitación: Haloperidol + 100 cc de Suero fisiológico intravenoso. Tome la ampolla de Haloperidol, con mi mano no dominante, me hinqué de rodillas, con la mano dominante mi Nuevo testamento pre-comunión: por el poder que me ha otorgado la iglesia después de haber hecho la comunión, después de haber hecho la confirmación y después de haber salido como rey mago Baltasar en la cabalgata del hospital, yo te bendigo Haloperidol. Rodeé el suero de 100 cc con el rosario, introduje la ampolla hacia la mitad del Nuevo Testamento y puse encima el crucifijo.
Caminamos juntos, mi compañero y yo, hacia la habitación del mal, la habitación del pánico, la habitación 666, así era conocida, ya, por todos, la alcoba de Emilia. Llegamos, tras recorrer, ese oscuro y largo pasillo de macrohospital. Mi mano temblorosa buscó el interruptor. El escenario era dantesco, nada que envidiar al de El Exorcista, al de cualquier película de terror: en la cama no había paciente al que cuidar, salpicaduras de sangre se extendían desde las sábanas hasta la pared más próxima, la ventana entreabierta fue lo peor. Emilia poseída por el espíritu maligno del tal Pancho había sido obligada a arrojar su maltrecho y viejo cuerpo por el hueco de la ventana.
Una voz de ultratumba de debajo de la cama nos hizo dejar de jugar a los detectives y volver a la realidad. Como la rubia tonta, la primera que muere en las pelis de terror, en lugar de huir del peligro fui directo a él. Tras levantar la sabana, Emilia, con los ojos desencajados, su piel sudorosa, pálida y fría, se había auto extraído el catéter de la vena,  lo que provocaba una ligera hemorragia que explicaba la sangre de la pared. Mojaba su dedo y dibujaba cruces de sangre en el suelo. La guinda del pastel, su voz de psicofonía: “Ahí está, detrás de vosotros, Pancho, dice que quiere jugar pero solo quiere mataros.”
Este conjunto de  estímulos satánicos provocaron en mi un estado catatónico y una pilo erección generalizada, como la de un erizo, convirtiéndome por un momento en Espinete. Mi compañero, hombre imberbe, gordo redondo, también permanecía  inmóvil, en estado de shock más que Espinete, era un autentico Don Pimpón. Ya imaginaba los titulares de las noticias: “Hallados sin vida los cuerpos de Espinete y Don Pimpón víctimas de un ritual satánico en un hospital cualquiera”.
Todo volvió a una tensa calma tras la administración del San Haloperidol.
Tras los descansos nos incorporamos una tarde de domingo, día en que Emilia recibía la visita de su enfermo marido. No pude reprimirme y ante la falta de respuestas le pregunte al esposo por Pancho. Tras un momento de espera me relato la dramática historia: hace unos 50 años contrajeron matrimonio y se fueron de luna de miel a la ciudad más cercana  que contaba con dos atractivos turísticos: el castillo y el zoológico. Tras una rápida vista guiada por el torreón, las mazmorras y la plaza de armas se dirigieron al zoo y allí estaba Pancho, la pieza más valiosa, en su jaula, el mono Pancho hacia las delicias de niños y padres, hasta que fijo su mirada en Emilia, no se sabe porque su carácter amigable se trasformo en el de una fiera indomable y comenzó a lanzar todo tipo de objetos a Emilia, ramas, cascaras de plátano pero solo hizo blanco con un proyectil  de mierda que impactó de lleno en la cara de la recién casada.
A media tarde el mono Pancho ofrecía un espectáculo en un improvisado escenario anexo a su jaula. Ante las insistencias del marido fueron al evento. Todo marcha bien hasta que el puto mono detecto la presencia de Emilia entre el público. De nada sirvió, la gruesa cadena que prendía del cuello del primate, ni los esfuerzos de su cuidador, ni los del entrenador. Pancho se abalanzó sobre la indefensa y reciente desposada propinándole todo tipo de mordeduras arañazos y puñetazos. La más grave la de la cabeza que requirió 30 puntos de sutura.
Tras la correspondiente indemnización Pancho fue sacrificado. Todas las noches Pancho a las 03:30 h visitaba a Emilia con sed de venganza, para culminar su obra: matarla.
Emilia recibió el alta pero no la acompaño Pancho, que sigue rondando por el hospital, en las noches frías, apareciéndose sobre todo en las habitaciones que más abusan del timbre de llamada a enfermería.
Así que ya sabes si ingresas en esta planta no llames a las enfermeras, no des por culo al personal o recibirás la visita a las 03:30 h del mono Pancho, y,  quién sabe, quizás no recibas la salvación de San Haloperidol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario