martes, 22 de mayo de 2012

La mortaja

En aquella unidad de cuidados paliativos y pacientes terminales, la muerte, como no podía ser de otra manera, venía a visitarnos casi todos los días, en ocasiones varias veces en el mismo turno. Los trabajadores de este servicio nos ganábamos el apodo de enterradores.

Desarrollé una habilidad. Tengo pocas y todas tienen la misma característica: ser completamente inútiles para la profesión de enfermero.  Me convertí  en un experto en amortajar difuntos, y es que en aquella época, se vestía al fallecido con la ropa que nos proporcionaba la familia. Acuño la frase: “para gustos los colores”. Vestidos con estampados imposibles cuya mira fija podría provocar lesiones irreversibles a nivel de retina o trajes de pana con fuerte olor a alcanfor. Todo ello confería al recién fallecido un macabro y tétrico aspecto carnavalesco.

Me ronda, y aún me roba el sueño, la imagen de aquella paciente de 88 años cuyos hijos se empeñaron en cumplir su último deseo: enterrar a su madre  con el traje de novia. Me negué a colocarle las medias blancas y el liguero. No sabía si la difunta iba camino del tanatorio o de la iglesia, y añadiría que, debido a su pequeño tamaño, más para recibir su primera comunión que para casarse.

Nos creíamos curados de espanto en estos menesteres, pero una mañana primaveral nos sobresaltó la carrera de la hija de Alfredo, el paciente de la 407, que se estampó literalmente contra nosotros, fundiéndose en un sentido abrazo. Qué curioso, en esos años los familiares aún nos abrazaban. Actualmente solo nos pegan o nos insultan. Sus sospechas eran ciertas, Alfredo había muerto. Entre sollozos nos indicó que la ropa estaba en una bolsa. Un amigo de la familia de avanzada edad gritó: “Ha muerto como ha vivido, con el puño en alto”. Algo totalmente desacertado. Alfredo no solo había sufrido la amputación de ambos brazos, también la de sus piernas a la altura de las ingles.

Los familiares esperaban fuera de la habitación mientras “preparábamos” al paciente. Encontramos en la cama una bolsa  de la que sacamos  para nuestra sorpresa una bandera republicana de impresionantes dimensiones, lo que provocó unas carcajadas en mi compañera y en mí difíciles de reprimir. Rodeamos el tronco carente de miembros con la citada bandera, pero el aspecto provocó otra vez la irrespetuosa sonrisa en ambos; pensamos romper la parte central  e introducir la cabeza a modo camiseta, pero parecería una cabeza colocada sobre una mesa camilla republicana. Finalmente decidimos colocarla de otra manera: con el extremo distal rodeamos la cabeza como si fuese una capucha y desde ahí continuamos rodeando el cuerpo hasta cubrirlo por completo. Al terminar más que un difunto parecía un helado Twister.


Salimos y con voz solemne me dirigí a la hija: “Pueden pasar”.

Tan pronto como entraron salieron arremetiendo contra nosotros, esta vez, el señor mayor casi nos pega con el bastón al grito de “¡¡fascistas!!”.
Ciertamente la ropa estaba en una bolsa, pero justo debajo, a los pies de la cama. La bandera iría colocada sobre el féretro…

2 comentarios:

  1. Estas situaciones son siempre un mal trago.
    Lo primero es lo evidente, no somos de piedra.
    Lo segundo es que tienes que buscar una forma de que todo esto no te afecte, y a veces terminas provocando situaciones como esta.

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